Apología al recuerdo.

 En una habitación estrecha, llana, sin acabados ni arquitectura, despertó X y se sorprendió de algo: no era la habitación que recordara del día anterior.

¿Cómo pudo ser? ¿En qué momento se desplazó? ¿Por qué despertó en una habitación llana, sin acabados ni arquitectura?

X solo atinó a dar por sentado el hecho. Sus recuerdos, su vasta experiencia en la ciencia del olvido lo dejó perplejo por no recordar qué pasó entre el sueño y la vigilia.

¿O tal vez será esto un sueño? ¿O será esto una mala pasada de su excesivo consumo de fármacos y sicoactivos? No lo sabe. No podría golpearse en la cabeza a martillazos para recordar porque teme el dolor. El dolor humano, el dolor ajeno, aquello que hace recordar la condición de finitud fue olvidado por él, y, ahora, esto, que no da dolor, pero abruma, lo deja desconcertado por el simple hecho de no recordar nada.

De pronto, un pálido recuerdo le vino cuando husmeó en sus bolsillos. Sí, ahí estaba lo que había olvidado: una carta, pero en blanco, y un lapicero. Recordó que él estaba a punto de escribir un texto, el más absurdo, el más fantástico, el que lo hará santo o pagano, el que lo hará un ser superior a todos los seres, o tal vez el que lo hará ser echado al olvido.

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