Cuento de un desenmascarado

 

Despertó, se levantó y tomó el desayuno como un día más entre los días. X pensó en las tareas pendientes, en las cosas que hay por hacer y la posibilidad de tomar un autobús para llegar a tiempo al trabajo. Faltan cinco minutos para las siete, no podré llegar a tiempo.


Esperó largamente en el paradero. Ningún maldito autobús se detiene. Ahora espera por más de diez, veinte, treinta minutos. Por fin uno de estos tipos se detuvo a recogerme. Por fin sube, paga lo que corresponde por el servicio de transporte, y logra avanzar al interior del autobús hasta un asiento libre.


Algo lo fastidia, como si maliciosamente todos estuvieran apuntándolo con un revólver en su cabeza. Las miradas inquisidoras como el tribunal de horror son la perfecta razón de esta sensación. Qué sucede. No lo sé, ni me interesa.


El autobús continúa su marcha, una señora, ya mayor, sube y busca desalentada un asiento libre. Se sienta frente a X. A ella los pasajeros la siguen con la mirada, como juzgándola y condenándola al mismo tiempo.


Qué demonios sucede con estos mojigatos. X repara que en los antiguos pasajeros hay algo distinto, como un antifaz, como un cubre-ojos, como una máscara incompleta que no deja entrever el verdadero rostro. X repara que lo común entre él y la señora de edad es que ambos estaban libres de estas máscaras. No las tienen, no se preocupó en ponérsela, y, ahora, siente cierta sensación de alivio porque es libre de mostrar su rostro, es libre de hacer ver su expresión de fastidio y repugnancia frente a los que lo escudriñan desde la secreta mirada de un rostro cubierto. Se siente, por alguna razón, superior a los sujetos enmascarados en el interior de ese maldito autobús...

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